Como obedeciendo una suerte de ceremonial, como si
estuvieras en cierto acto, como si veneraras a un memorable o insigne o distinguido
contemplabas aquella obra construida dentro de un marco clasicista con líneas
arquitectónicas dignas del renacimiento italiano, atraído quizá por la
suntuosidad de los mármoles, la yesería de los frisos, los cielorrasos y las paredes
o quizá por la leyenda de la existencia de secretos pasadizos y escapes
misteriosos.
Con esas imágenes del pasado persistiendo en tu memoria,
aunque muñidas del ferviente anhelo de refutar aquella leyenda y de dejar todo
el asunto en el olvido, contemplabas aquella reliquia, un pequeño trozo de paño con las dimensiones del lienzo
mayor con el que se cubre la mesa del altar, bordado con las iniciales “M.S.” que venía a traerte a la memoria a
Maximito, el hijo, el que vivía en la misma cuadra de tus abuelos, el que
después vivió en la casa de tus abuelos, en aquella otrora zona de residencias
temporarias en que escucharas el viento soplando en las arboledas, zona otrora
de inmigrantes con cultura de tierra, zona otrora de vides y chacras, zona de tierras
situadas entre el Pantanoso y Las Piedras, el de la Plata y el Santa Lucía, tierras y
ganados que pertenecieran al patrimonio real luego de la fundación de
Montevideo, repartidas a trece familias del primer contingente de canarios y
nueve familias del segundo, zona que ostentara del privilegio de inaugurar el
primer ferrocarril que circuló en el Uruguay, su estación local constituida en una
casilla de madera con el letrero de “Pantanoso”,
designación que tan solo meses después fuera cambiada por la de Colón, habiendo
sido trazado el primer plano de aquella villa en la segunda mitad del siglo XIX,
habiendo arreglado avenidas, calles, la plaza y habiendo culminado con la
construcción de los portones de acceso.
Contemplabas extasiado el alhajero de la mujer de Santos y
te ibas a pensar, iluminado por la luz del patio de la fuente en tu bisabuelo, que
te miraba desde aquella pintura de Blanes, en aquella explosión que había
conmovido a toda la población montevideana por las trágicas proyecciones que
había tenido, en la que él había arriesgado la vida para salvar la de los
soldados heridos, caídos bajo los escombros al producirse el derrumbe parcial, con
el afán de Santos probarle su error por haberse
consentido la insolencia de asegurarle que la fortaleza podía considerarse poco
menos que inexpugnable.
Sumido en tus pensamientos estabas cuando la viste entrar en
el Ministerio de Relaciones Exteriores, niña vestida de ejecutiva con la
pollera que le había prestado la madre, contratada para escribir con letra
manuscrita el nombre de cada uno de los invitados a la recepción de bienvenida del
Secretario General de las Naciones Unidas a la República Oriental del Uruguay,
primeriza en aquellos asuntos de protocolo le había preguntado a la madre, casi
con horror, cómo era eso de que mientras había gente durmiendo en la calle
existieran aquellas tonterías en las que se gastaran montañas de dinero, asuntos
tan frívolos como superfluos como la
organización de las diversas escoltas del Secretario esbozadas en cuadernos
enteros con esquemas acerca del orden de cada una de las comitivas que rodearía
el eximio y negro vehículo del ilustrísimo visitante, la ubicación de las motos
y otros automóviles que lo circuncidarían, las miles de llamadas para decidir la tela de
los manteles, el vestido de las mesas, la confirmación de asistencia de políticos,
ministros, y hasta el mismísimo presidente de la República, el crápula futuro padre
de la Ley de Caducidad.
Resultaba más relevante la indicación de la dieta “Scardale” del Canciller en todos los
menúes oficiales, un asunto de vida o muerte, cuando al fondo del río o en el
rincón de algún batallón del ejército, disfrazaban a la muerte de dilema.
Anna Donner Rybak © 2012